VI PARTE
Las rarezas no pararon ahí, sentí que mis pies me llevaban a la playa y descendí las largas escaleras hasta una amplia costa, en el lado septentrional de Tarasness; y vi que el sol se hundía en una gran nube negra que asomaba sobre el mar oscurecido: y el aire se enfrió y hubo una agitación y un murmullo como de una tormenta que acecha. Yo estaba en la costa y el sol parecía un incendio humeante tras la amenaza del cielo; después vi como una gran ola se alzaba en la lejanía y avanzaba hacia tierra, me asombré tanto que no fui capaz de moverme y estuve como congelado en el sitio.
La ola avanzó hacia mí y había sobre ella algo semejante a una neblina de sombra. Entonces, de pronto, se encrespó y se quebró y se precipitó hacia adelante en largos brazos de espuma; pero allí donde se había roto se erguía oscura sobre la tormenta una forma viviente de gran altura y majestad era en señor de las profundidades, a quienes los Noldor habían llamado Ulmo, el Vala.
Inmediatamente ante la magnificencia que se me había manifestado, me incliné reverente, me pareció que contemplaba a un gran rey poderoso. Llevaba una gran corona que parecía de plata y de la que le caían los largos cabellos como una espuma que brillaba pálida en el crepúsculo; y al echar atrás el manto gris que lo cubría como una bruma, estaba vestido con una cota refulgente que se le ajustaba como la piel de un pez poderoso y con una túnica de color verde profundo que resplandecía y titilaba como los fuegos marinos mientras él se adelantaba con paso lento.
Ese gran ser no puso pie en la costa, y hundido hasta las rodillas en el mar sombrío, me habló, y por la luz de sus ojos y el sonido de su voz profunda, el miedo me ganó y caí de bruces sobre la arena.
Entonces me dijo “Levántate, Tuor, hijo de Huor. No temas mi cólera, aunque mucho tiempo te llamé sin que me escucharas; y habiéndote puesto por fin en camino, te retrasaste en el viaje hacia aquí. Tenías que haber llegado en primavera; pero ahora un fiero invierno vendrá pronto desde las tierras del Enemigo. Tienes que aprender de prisa, y el camino placentero que tenía designado para ti ha de cambiarse. Porque mis consejos han sido despreciados, y un gran mal se arrastra por el Valle de Sirion y ya una hueste de enemigos se ha interpuesto entre tú y tu meta.
· ¿Cuál es mi meta, Señor? —pregunté.
· La que mi corazón ha acariciado siempre —me respondió—: encontrar a Turgon y cuidar de la ciudad escondida. Porque te has ataviado de ese modo para ser mi mensajero, con las armas que desde hace mucho tenía dispuestas para ti. Pero ahora has de atravesar el peligro sin que nadie te vea. Envuélvete por tanto en esta capa y no te la quites hasta que hayas llegado al final del viaje.
Entonces me pareció que el Vala partía su manto gris y me arrojaba un trozo como una capa que al caer sobre mi me cubrió por completo desde la cabeza a los pies. Y me dijo: De ese modo andarás bajo mi sombra. Pero no te demores; porque la sombra no resistirá en las tierras de Anar y en los fuegos de Melkor. ¿Llevarás mi recado?
· Lo haré, Señor —acerté a contestar.
· Entonces pondré palabras en tu boca que dirás a Turgon —me indicó—. Pero primero he de enseñarte, y oirás algunas cosas que no ha oído nunca Hombre alguno, no, ni siquiera los poderosos de entre los Eldar. —Y fue así como Ulmo me habló de Valinor y de su oscurecimiento, y del Exilio de los Noldor y la Maldición de Mandos y del ocultamiento del Reino Bendecido. — Pero ten en cuenta —me dijo— que en la armadura del Hado hay siempre una hendidura y en los muros del Destino una brecha hasta la plena consumación que vosotros llamáis el Fin. Así será mientras yo persista, una voz secreta que contradice y una luz en el sitio en que se decretó la oscuridad. Por tanto, aunque en los días de esta oscuridad parezca oponerme a la voluntad de mis hermanos, los Señores del Occidente, ésa es la parte que me cabe entre ellos y para la que fui designado antes de la hechura del Mundo. Pero el Destino es fuerte y la sombra del Enemigo se alarga; y yo estoy disminuido; en la Tierra Media soy apenas un secreto susurro. Las aguas que manan hacia el oeste menguan cada día, y las fuentes están envenenadas, y mi poder se retira de las aguas de la tierra; porque los Elfos y los Hombres ya no me ven ni me oyen por causa del poder de Melkor. Y ahora la Maldición de Mandos se precipita hacia su consumación, y todas las obras de los Noldor perecerán, y todas las esperanzas que abrigaron se desmoronarán. Sólo queda la última esperanza, la esperanza que no han previsto ni preparado. Y esa esperanza radica en ti; porque así yo lo he decidido.
· ¿Entonces Turgon no se opondrá a Morgoth como todos los Eldar lo esperan todavía? —pregunté—. ¿Y qué queréis vos de mí, Señor, si llego ahora ante Turgon? Porque aunque estoy en verdad dispuesto a hacer como mi padre, y apoyar a ese rey en su necesidad, no obstante de poco serviré, un mero hombre mortal, entre tantos y tan valientes miembros del Alto Pueblo del Oeste.
· Si decidí enviarte, Tuor, hijo de Huor, no creas que tu espada es indigna de la misión. Porque los Elfos recordarán siempre el valor de los Edain, mientras las edades se prolonguen, maravillados de que prodigaran tanta vida, aunque poco tienen de ella en la tierra. Pero no te envío sólo por tu valor, sino para llevar al mundo una esperanza que tú ahora no alcanzas a ver, y una luz que horadará la oscuridad.
Y mientras el dios Ulmo decía estas cosas, el murmullo de la tormenta creció hasta convertirse en un gran aullido, y el viento se levantó, y el cielo se volvió negro; y el manto del Señor de las Aguas se extendió como una nube flotante. —Vete ahora —me dijo—. ¡No sea que el Mar te devore! Porque Ossë obedece la voluntad de Mandos y está irritado, pues es sirviente del Destino.
· Sea como vos mandáis —respondí—. Pero si escapo del Destino, ¿qué palabras le diré a Turgon?
· Si llegas ante el —me dio—, las palabras aparecerán en tu mente, y tu boca hablará como yo quiera. ¡Habla y no temas! Y en adelante haz como tu corazón y tu valor te lo dicten. Lleva siempre mi manto, porque así estarás protegido. Quitaré a uno de la cólera de Ossë, y lo enviaré a ti, y de ese modo tendrás guía: sí, el último marinero del último navío que irá hacia el Occidente, hasta la elevación de la Estrella. ¡Vuelve ahora a tierra!
Entonces estalló un trueno y un relámpago resplandeció sobre el mar; y vi a Ulmo de pie entre las olas como una torre de plata que titilara con llamas refulgentes; y grité contra el viento:
· ¡Ya parto, Señor! Pero ahora mi corazón siente nostalgia del Mar.
Entonces el vala alzó un cuerno poderoso y sopló una única gran nota, ante la cual el rugido de la tormenta parecía una ráfaga de viento sobre un lago. Y cuando oí esa nota, y me sentí rodeado y colmado por ella, me pareció que las costas de la Tierra Media se desvanecían, y contemplé todas las aguas del mundo en una gran visión: desde las venas de las tierras hasta las desembocaduras de los ríos, y desde las playas y los estuarios hasta las profundidades. Al Gran Mar lo vi a través de sus inquietas regiones, habitadas de formas extrañas, aun hasta los abismos privados de luz, en los que en medio de la sempiterna oscuridad resonaban voces terribles para los oídos mortales. Las planicies inconmensurables las contemplé con la rápida mirada de los Valar; se extendían inmóviles bajo la mirada de Anar, o resplandecían bajo la Luna cornamentada o se alzaban en montañas de cólera que rompían sobre las Islas Sombrías, hasta que a lo lejos, en el límite de la visión, y más allá de incontables leguas, atisbé una montaña que se levantaba a alturas a las que no alcanzaba su mente, hasta tocar una nube brillante, y debajo refulgía la hierba. Y mientras me esforzaba por oír el sonido de esas olas lejanas, y por ver con mayor claridad esa luz distante, la nota murió, y me encontré bajo los truenos de la tormenta, y un relámpago de múltiples brazos rasgó los cielos por encima de mí. Y Ulmo se había ido, y en el mar tumultuoso las salvajes olas de Ossë chocaban contra los muros de Nevrast.
Huí de la furia del mar, y con trabajo conseguí volver por el camino a las altas terrazas; porque el viento me arrastraba contra el acantilado, y cuando llegué a la cima me hizo caer de rodillas. Por tanto, entré de nuevo al oscuro recinto vacío en busca de protección, y permanecí sentado toda la noche en el asiento de piedra. Aun las columnas temblaban por la violencia de la tormenta, y me pareció que el viento estaba lleno de lamentos y de gritos frenéticos. No obstante, la fatiga me vencía a ratos, y dormí perturbado por sueños, de los que ningún recuerdo me quedó en la vigilia, salvo uno: la visión de una isla, y en medio de ella había una escarpada montaña, y detrás de ella se ponía el sol, y las sombras cubrían el cielo; pero por encima de la montaña brillaba una única estrella deslumbrante.
La ola avanzó hacia mí y había sobre ella algo semejante a una neblina de sombra. Entonces, de pronto, se encrespó y se quebró y se precipitó hacia adelante en largos brazos de espuma; pero allí donde se había roto se erguía oscura sobre la tormenta una forma viviente de gran altura y majestad era en señor de las profundidades, a quienes los Noldor habían llamado Ulmo, el Vala.
Inmediatamente ante la magnificencia que se me había manifestado, me incliné reverente, me pareció que contemplaba a un gran rey poderoso. Llevaba una gran corona que parecía de plata y de la que le caían los largos cabellos como una espuma que brillaba pálida en el crepúsculo; y al echar atrás el manto gris que lo cubría como una bruma, estaba vestido con una cota refulgente que se le ajustaba como la piel de un pez poderoso y con una túnica de color verde profundo que resplandecía y titilaba como los fuegos marinos mientras él se adelantaba con paso lento.
Ese gran ser no puso pie en la costa, y hundido hasta las rodillas en el mar sombrío, me habló, y por la luz de sus ojos y el sonido de su voz profunda, el miedo me ganó y caí de bruces sobre la arena.
Entonces me dijo “Levántate, Tuor, hijo de Huor. No temas mi cólera, aunque mucho tiempo te llamé sin que me escucharas; y habiéndote puesto por fin en camino, te retrasaste en el viaje hacia aquí. Tenías que haber llegado en primavera; pero ahora un fiero invierno vendrá pronto desde las tierras del Enemigo. Tienes que aprender de prisa, y el camino placentero que tenía designado para ti ha de cambiarse. Porque mis consejos han sido despreciados, y un gran mal se arrastra por el Valle de Sirion y ya una hueste de enemigos se ha interpuesto entre tú y tu meta.
· ¿Cuál es mi meta, Señor? —pregunté.
· La que mi corazón ha acariciado siempre —me respondió—: encontrar a Turgon y cuidar de la ciudad escondida. Porque te has ataviado de ese modo para ser mi mensajero, con las armas que desde hace mucho tenía dispuestas para ti. Pero ahora has de atravesar el peligro sin que nadie te vea. Envuélvete por tanto en esta capa y no te la quites hasta que hayas llegado al final del viaje.
Entonces me pareció que el Vala partía su manto gris y me arrojaba un trozo como una capa que al caer sobre mi me cubrió por completo desde la cabeza a los pies. Y me dijo: De ese modo andarás bajo mi sombra. Pero no te demores; porque la sombra no resistirá en las tierras de Anar y en los fuegos de Melkor. ¿Llevarás mi recado?
· Lo haré, Señor —acerté a contestar.
· Entonces pondré palabras en tu boca que dirás a Turgon —me indicó—. Pero primero he de enseñarte, y oirás algunas cosas que no ha oído nunca Hombre alguno, no, ni siquiera los poderosos de entre los Eldar. —Y fue así como Ulmo me habló de Valinor y de su oscurecimiento, y del Exilio de los Noldor y la Maldición de Mandos y del ocultamiento del Reino Bendecido. — Pero ten en cuenta —me dijo— que en la armadura del Hado hay siempre una hendidura y en los muros del Destino una brecha hasta la plena consumación que vosotros llamáis el Fin. Así será mientras yo persista, una voz secreta que contradice y una luz en el sitio en que se decretó la oscuridad. Por tanto, aunque en los días de esta oscuridad parezca oponerme a la voluntad de mis hermanos, los Señores del Occidente, ésa es la parte que me cabe entre ellos y para la que fui designado antes de la hechura del Mundo. Pero el Destino es fuerte y la sombra del Enemigo se alarga; y yo estoy disminuido; en la Tierra Media soy apenas un secreto susurro. Las aguas que manan hacia el oeste menguan cada día, y las fuentes están envenenadas, y mi poder se retira de las aguas de la tierra; porque los Elfos y los Hombres ya no me ven ni me oyen por causa del poder de Melkor. Y ahora la Maldición de Mandos se precipita hacia su consumación, y todas las obras de los Noldor perecerán, y todas las esperanzas que abrigaron se desmoronarán. Sólo queda la última esperanza, la esperanza que no han previsto ni preparado. Y esa esperanza radica en ti; porque así yo lo he decidido.
· ¿Entonces Turgon no se opondrá a Morgoth como todos los Eldar lo esperan todavía? —pregunté—. ¿Y qué queréis vos de mí, Señor, si llego ahora ante Turgon? Porque aunque estoy en verdad dispuesto a hacer como mi padre, y apoyar a ese rey en su necesidad, no obstante de poco serviré, un mero hombre mortal, entre tantos y tan valientes miembros del Alto Pueblo del Oeste.
· Si decidí enviarte, Tuor, hijo de Huor, no creas que tu espada es indigna de la misión. Porque los Elfos recordarán siempre el valor de los Edain, mientras las edades se prolonguen, maravillados de que prodigaran tanta vida, aunque poco tienen de ella en la tierra. Pero no te envío sólo por tu valor, sino para llevar al mundo una esperanza que tú ahora no alcanzas a ver, y una luz que horadará la oscuridad.
Y mientras el dios Ulmo decía estas cosas, el murmullo de la tormenta creció hasta convertirse en un gran aullido, y el viento se levantó, y el cielo se volvió negro; y el manto del Señor de las Aguas se extendió como una nube flotante. —Vete ahora —me dijo—. ¡No sea que el Mar te devore! Porque Ossë obedece la voluntad de Mandos y está irritado, pues es sirviente del Destino.
· Sea como vos mandáis —respondí—. Pero si escapo del Destino, ¿qué palabras le diré a Turgon?
· Si llegas ante el —me dio—, las palabras aparecerán en tu mente, y tu boca hablará como yo quiera. ¡Habla y no temas! Y en adelante haz como tu corazón y tu valor te lo dicten. Lleva siempre mi manto, porque así estarás protegido. Quitaré a uno de la cólera de Ossë, y lo enviaré a ti, y de ese modo tendrás guía: sí, el último marinero del último navío que irá hacia el Occidente, hasta la elevación de la Estrella. ¡Vuelve ahora a tierra!
Entonces estalló un trueno y un relámpago resplandeció sobre el mar; y vi a Ulmo de pie entre las olas como una torre de plata que titilara con llamas refulgentes; y grité contra el viento:
· ¡Ya parto, Señor! Pero ahora mi corazón siente nostalgia del Mar.
Entonces el vala alzó un cuerno poderoso y sopló una única gran nota, ante la cual el rugido de la tormenta parecía una ráfaga de viento sobre un lago. Y cuando oí esa nota, y me sentí rodeado y colmado por ella, me pareció que las costas de la Tierra Media se desvanecían, y contemplé todas las aguas del mundo en una gran visión: desde las venas de las tierras hasta las desembocaduras de los ríos, y desde las playas y los estuarios hasta las profundidades. Al Gran Mar lo vi a través de sus inquietas regiones, habitadas de formas extrañas, aun hasta los abismos privados de luz, en los que en medio de la sempiterna oscuridad resonaban voces terribles para los oídos mortales. Las planicies inconmensurables las contemplé con la rápida mirada de los Valar; se extendían inmóviles bajo la mirada de Anar, o resplandecían bajo la Luna cornamentada o se alzaban en montañas de cólera que rompían sobre las Islas Sombrías, hasta que a lo lejos, en el límite de la visión, y más allá de incontables leguas, atisbé una montaña que se levantaba a alturas a las que no alcanzaba su mente, hasta tocar una nube brillante, y debajo refulgía la hierba. Y mientras me esforzaba por oír el sonido de esas olas lejanas, y por ver con mayor claridad esa luz distante, la nota murió, y me encontré bajo los truenos de la tormenta, y un relámpago de múltiples brazos rasgó los cielos por encima de mí. Y Ulmo se había ido, y en el mar tumultuoso las salvajes olas de Ossë chocaban contra los muros de Nevrast.
Huí de la furia del mar, y con trabajo conseguí volver por el camino a las altas terrazas; porque el viento me arrastraba contra el acantilado, y cuando llegué a la cima me hizo caer de rodillas. Por tanto, entré de nuevo al oscuro recinto vacío en busca de protección, y permanecí sentado toda la noche en el asiento de piedra. Aun las columnas temblaban por la violencia de la tormenta, y me pareció que el viento estaba lleno de lamentos y de gritos frenéticos. No obstante, la fatiga me vencía a ratos, y dormí perturbado por sueños, de los que ningún recuerdo me quedó en la vigilia, salvo uno: la visión de una isla, y en medio de ella había una escarpada montaña, y detrás de ella se ponía el sol, y las sombras cubrían el cielo; pero por encima de la montaña brillaba una única estrella deslumbrante.
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