VIII PARTE
Lentamente avanzábamos en el crepúsculo y en la noche por el descampado sin caminos, y el fiero invierno descendía rápido desde el reino de Morgoth. A pesar del abrigo que procuraban las montañas, los vientos eran fuertes y amargos, y pronto la nieve cubrió espesa las alturas, o giraba en remolinos en los pasos, y caía sobre los bosques de Núath antes de que perdieran del todo sus hojas marchitas. Así, a pesar de haberse puesto en camino antes de Narquelië, llegó Hísimë con su cruel escarcha mientras se acercaban todavía a las Fuentes del Narog.
Allí al cabo de una noche fatigosa, hicimos alto a la luz gris del alba; y Voronwë estaba desanimado y miraba en torno con aflicción y temor. Donde otrora había estado el hermoso estanque de Ivrin, en su gran cuenco de piedra abierto por la caída de las aguas, y todo alrededor había sido una hondonada cubierta de árboles bajo las colinas, veía ahora una tierra mancillada y desolada. Los árboles estaban quemados y arrancados de raíz; y los bordes de piedra del estanque estaban rotos, de modo que las aguas de Ivrin se extendían en un gran pantano estéril entre las ruinas. Todo era ahora un cenagal de lodo congelado, y un hedor de corrupción cubría el suelo como una niebla inmunda.
· ¡Ay! ¿Ha llegado el mal por aquí? — exclamó Voronwë—. Otrora este sitio estaba lejos de la amenaza de Angband; pero los dedos de Morgoth llegan cada vez más lejos.
· Es lo que Ulmo me dijo —recordé: «Las fuentes están envenenadas, y mi poder se retira de las aguas de la tierra».
Voronwë acertó a decir que sí y que un mal ha estado aquí de fuerza más grande que la de los Orcos. E1 miedo se demora en este sitio. —Y examinó a su alrededor los bordes del lodo hasta que de repente se detuvo y gritó: — ¡Sí, un gran mal! —y me hizo señas, y al acercarme vi una gran hendidura, como un surco que avanzaba hacia el sur, y a cada lado, ora borrosas, ora firme y claramente selladas por la nieve, las huellas de unas grandes garras.— ¡Mirad! — Me dijo Voronwë, con la cara pálida de repugnancia y miedo—. ¡Aquí estuvo hace no mucho el Gran Gusano de Angband, la más fiera de todas las criaturas del Enemigo! Mucho se ha retrasado ya el recado que tenemos para Turgon. Es necesario darse prisa.
Mientras así hablábamos, oímos un grito en los bosques, y nos quedamos inmóviles como piedras, escuchando. Pero la voz era una hermosa voz, aunque apenada, y parecía decir un nombre como quien busca a alguien que se ha perdido. Y mientras aguardábamos, una figura surgió de entre los árboles, y vimos que era un hombre alto armado, vestido de negro, con una larga espada desenvainada; y nos asombramos, porque la hoja de la espada era también negra, pero el filo brillaba claro y frío. Tenía el dolor grabado en la cara, y cuando vio la ruina de Ivrin clamó en alta voz apenado, diciendo:— ¡Ivrin, Faelivrin! ¡Gwindor y Beleg! Aquí una vez fui curado. Pero ahora, nunca más beberé el trago de la paz.
Entonces se volvió rápido hacia el Norte como quien persigue a alguien o tiene un cometido de gran prisa, y lo oímos gritar ¡Faelivrin, Finduilas! hasta que la voz se perdió en los bosques.
Cuando el de la espada negra hubo pasado, Voronwë y yo seguimos adelante por un rato, aunque ya era de día; el recuerdo de la desdicha de aquel hombre nos pesaba, y no podíamos soportar quedarnos junto a la profanación de Ivrin. No tardamos en buscar un sitio donde ocultarnos, porque toda la tierra estaba llena ahora de presagios de mal. Dormimos poco e intranquilos, y cuando transcurrió el día y cayeron las sombras, empezó a nevar, y con la noche llegó una mordiente escarcha.
En adelante la nieve y el hielo no cedieron nunca y durante cinco meses el Fiero Invierno, mucho tiempo recordado, tuvo sometido el Norte. Ahora el frío nos atormentaba, y temíamos que la nieve nos revelara a nuestros enemigos, o que pudiéramos caer en peligros ocultos traicioneramente enmascarados.
Nueve días seguimos adelante, de manera cada vez más lenta y penosa, y Voronwë se desvió algo hacia el norte, hasta que cruzamos los tres brazos del Teiglin; y luego se encaminó otra vez hacia el este abandonando las montañas, y avanzó precavido, hasta que pasamos el Glithul y llegamos a la corriente del Malduin, y estaba cubierto de negra escarcha.
En ese momento le dije a Voronwë: —Fiera es la escarcha y la muerte está cerca de mí, y quizá también de ti. —Pues nos encontrábamos en un verdadero aprieto: hacía ya mucho que no conseguíamos alimento en el descampado, y el pan de viaje menguaba; teníamos frío y estábamos fatigados. — Malo es estar atrapados entre la Maldición de los Valar y la Malicia del Enemigo —dijo Voronwë—. ¿He escapado de las bocas del mar para caer aquí y morir sepultado bajo la nieve?
¿Cuánto tenemos que avanzar todavía? Pregunté a Voronwë, a quien le aclaré que ya no debía tener secretos para mí. ¿Me llevas por camino directo y a dónde? Pues si tengo que consumir mis últimas fuerzas, quiero saber al menos con qué beneficio.
Él me respondió que me había conducido tan directamente como le pareció. Sabed pues ahora que Turgon habita aún en e1 norte de la tierra de los Eldar, aunque pocas gentes lo creen. Ya estamos cerca de él. No obstante, hay todavía muchas leguas que recorrer, aun a vuelo de pájaro; todavía nos espera el Sirion por delante, que hemos de cruzar, y quizá encontremos grandes males en el camino. Porque llegaremos pronto al Camino que otrora descendía desde las Minas del Rey Finrod hasta Nargothrond. Por allí andan y vigilan los sirvientes del Enemigo.
Me tenía por el más resistente de los Hombres, y he soportado muchas penurias de invierno en las montañas; pero entonces tenía al menos una cueva para abrigarme, y fuego, y en ese instante dudé que las fuerzas me alcanzaran para seguir así mucho más, hambriento y en un tiempo tan fiero. Pero continuamos mientras nos fue posible, antes que las esperanzas se agotaran.
· No tenemos otra elección —me dijo Voronwë—, salvo la de yacer aquí tendidos y aguardar el sueño de la nieve.
Por tanto, todo ese amargo día avanzamos trabajosamente, pensando menos en el peligro del enemigo que en el invierno; pero a medida que seguíamos adelante no era tanta la nieve con que nos topábamos, pues ibamos nuevamente hacia el sur, descendiendo por el Valle del Sirion, y las Montañas de Dor-lómin quedaron muy atrás.
En las primeras sombras del crepúsculo llegamos al Camino al pie de una elevación arbolada. Nos arrastramos entonces por entre los árboles, marchando hacia el sur con el viento hasta que estuvimos a mitad de camino entre el primer fuego de los Orcos y el siguiente. Allí Voronwë se detuvo largo rato, escuchando.
· No oigo a nadie que se mueva en el camino—dijo—, pero no sabemos qué pueda acechar en las sombras. —Atisbó en la penumbra y se estremeció. — Hay un mal en el aire —musitó—. ¡Ay! Más allá se encuentra la tierra de nuestra misión y nuestra esperanza de vida, pero la muerte camina por el medio.
· La muerte nos rodea por todas partes —dije—. Pero sólo me quedan fuerzas para el camino más corto. Aquí he de cruzar o perecer. Confiaré en el manto de Ulmo, y también a ti te cubrirá. ¡Ahora seré yo el que conduzca!
Me deslicé hasta el borde del camino, y abracé allí a Voronwë arrojando sobre ambos los pliegues de la capa gris del Señor de las Aguas.
Todo estaba en silencio. El viento frío suspiraba barriendo la antigua ruta, y luego también él calló. En la pausa, advertí un cambio en el aire, como si el aliento de la tierra de Morgoth hubiera cesado un momento, y una brisa leve que parecía un recuerdo del Mar vino desde el Oeste. Como una neblina gris en el viento cruzamos la calle empedrada y penetramos en la maleza por el borde oriental.
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