Wednesday, March 29, 2006

X PARTE

Cuando el primer resplandor del día se filtró gris a través de las nieblas de Dimbar, volvimos arrastrándonos al Río Seco, y pronto el curso se desvió hacia el este, serpenteando en ascenso por entre los muros mismos de las montañas; y delante de ellos había un gran precipicio escarpado que se levantaba de pronto en una pendiente cubierta de una enmarañada maleza de espinos. En esa maleza penetraba el pétreo canal y allí estaba todavía oscuro como la noche; e hicimos alto, porque los espinos crecían espesos a ambos lados del lecho, y las ramas entrelazadas formaban una densa techumbre, de modo que Voronwë y yo a menudo teníamos que arrastrarnos como bestias que vuelven furtivas a su guarida subterránea.

Cuando con gran esfuerzo llegamos al pie mismo del acantilado, encontramos una falla, parecida a la boca de un túnel abierto en la dura roca por aguas que f1uyeran del corazón de los montes. Penetramos por ella y dentro no había ninguna luz, pero Voronwë avanzó sin vacilar; y yo lo seguía con una mano apoyada en el hombro de Voronwë, e inclinándome un poco pues el techo era bajo. Por un tiempo anduvimos a ciegas, hasta que sentimos que el suelo se había nivelado y ya no había pedruscos sueltos.

Hicimos alto y respiramos profundamente, escuchando, pero todo era silencio, y ni siquiera podía oírse el goteo del agua. Nuestros susurros despertaron los ecos dormidos y se agrandaron y se multiplicaron y recorrieron el techo y las paredes invisibles siseando y murmurando como el sonido de muchas voces furtivas. Y cuando los ecos morían en la piedra, escuché desde el corazón de la oscuridad una voz que hablaba en lenguas élficas: primero en la Alta Lengua de los Noldor, que no conocía; y luego en la lengua de Beleriand, aunque con inf1exiones algo extrañas, como las de un pueblo que hace mucho tiempo se separó de sus hermanos.

· ¡A1to! —nos decía—. ¡No os mováis! O moriréis, seáis amigos o enemigos.
· Somos amigos, dijo Voronwë.
· Entonces haced lo que se os ordene —nos dijo la voz.

El eco de las voces se apagó en el silencio. Voronwë y yo permanecimos inmóviles, y me pareció que transcurrían muchos lentos minutos, y sentí un miedo en el corazón, como en ningún otro de mis pasados peligros. Entonces se oyó un ruido de pasos, que crecieron hasta parecer casi que unos trolls martilleaban en aquel sitio sonoro. De repente, alguien descubrió una lámpara élfica, y los brillantes rayos enfocaron primero a Voronwë, pero no pude ver nada más que una estrella deslumbrante en la sombra; y supe que mientras ese rayo me iluminara no podría moverme para huir ni avanzar.

Por un momento fuimos mantenidos así en el ojo de la luz, y luego la voz nos volvió a hablar diciendo:
· ¡Mostrad vuestras caras! —Y Voronwë echó atrás la capucha y la cara resplandeció en la luz, clara y dura, como grabada en piedra; y su belleza me maravilló. Entonces habló con orgullo diciendo: — ¿No conoces a quien estás mirando? soy Voronwë, hijo de Aranwë, de la Casa de Fingolfin. ¿O al cabo de unos pocos años se me ha olvidado en mi propia tierra? Mucho más allá de los confines de la Tierra Media he viajado, pero aún recuerdo tu voz, Elemmakil.
· Entonces recordará también Voronwë las leyes de su tierra —dijo la voz—. Puesto que partió por mandato, tiene derecho a retornar. Pero no a traer aquí a forastero alguno. Por esa acción pierde todo derecho, y ha de ser llevado prisionero ante el juicio del rey. En cuanto al forastero, será muerto o mantenido cautivo según juicio de la Guardia. Traedlo aquí para que yo pueda juzgar.

Entonces Voronwë me condujo a la luz, y entretanto muchos Noldor vestidos de malla y armados avanzaron de la oscuridad, y nos rodearon con espadas desenvainadas. Y Elemmakil, capitán de la Guardia, que portaba la lámpara brillante, nos miró larga y detenidamente.

· Esto es extraño en ti, Voronwë —dijo—. Hemos sido amigos durante mucho tiempo. ¿Por qué, entonces, me pones así tan cruelmente entre la ley y la amistad? Si hubieras traído aquí a un intruso de alguna de las otras casas de los Noldor, ya habría sido bastante. Pero has traído al conocimiento del Camino a un Hombre mortal, porque veo en sus ojos a qué linaje pertenece. No obstante jamás podrá partir en libertad, puesto que conoce el secreto; y como a alguien de linaje extraño que ha osado entrar, tendría que matarlo... aun cuando fuera tu queridísimo amigo.

· En las vastas tierras de fuera, Elemmakil, muchas cosas extrañas pueden acaecerle a uno, y misiones inesperadas pueden imponérsele —contestó Voronwë—. Otro será el viajero al volver que el que partió. Lo que he hecho lo he hecho por un mandato más grande que la ley de la Guardia. E1 Rey tan sólo ha de juzgarme, y a aquel que viene conmigo.

Entonces hablé y ya no sentí miedo. —Vengo con Voronwë, hijo de Aranwë, porque el Señor de las Aguas lo designó para que me guiara. Con este fin fue librado de la Condenación de los Valar y de la cólera del Mar. Porque traigo un recado de Ulmo para el hijo de Fingolfin y con él hablaré.

Entonces Elemmakil me miró con asombro.
· ¿Quién eres, pues? ¿Y de dónde vienes?
· Soy Tuor, hijo de Huor, de la Casa de Hador y de la parentela de Húrin, y estos nombres, se cuenta, no son desconocidos en el Reino Escondido. He pasado desde Nevrast por muchos peligros para encontrarlo.
· ¿Desde Nevrast? — me preguntó Elemmakil—. Se dice que nadie vive allí desde la partida de nuestro pueblo.
· Se lo dice con verdad —respondí—. Vacíos y helados están los patios de Vinyamar. No obstante, de allí vengo. Llevadme ahora ante el que construyó esas estancias de antaño.
· En asuntos de tanto monto, no me cabe decidir —dijo Elemmakil—. Por tanto he de llevarte a la luz donde más sea revelado y te entregaré a la Guardia del Gran Portal.

Entonces dio voces de mando y Voronwë y yo fuimos rodeados de altos guardianes, dos por delante y tres por detrás; y el capitán nos llevó desde la caverna de la Guardia Exterior y entramos, según parecía, a un pasaje recto, y por allí anduvieron largo rato hasta que una pálida luz brilló adelante. Así llegamos por fin a un amplio arco con altas columnas a cada lado, talladas en la roca, y en el medio había un portal de barras de madera cruzadas, maravillosamente talladas y tachonadas con clavos de acero.

Elemmakil lo tocó, y el portal se alzó lentamente y seguimos adelante; vi que nos encontrábamos en el extremo de un barranco. Nunca había visto nada igual ni había alcanzado a imaginarlo, aunque tanto había andado por las montañas del desierto del Norte; porque junto al Orfalch Echor, el Cirith Ninniach no era sino una grieta en la roca. Aquí las manos de los mismos Valar, durante las antiguas guerras de los inicios del mundo, habían separado las grandes montañas, y los lados de la hendidura eran escarpados, como si hubieran sido abiertos con un hacha, y se alzaban a alturas incalculables. Allí arriba a lo lejos corría una cinta de cielo, y sobre su profundo azul se recortaban unas cumbres oscuras y unos pináculos dentados, remotos, pero duros, crueles como lanzas.
Demasiado altos eran esos muros poderosos para que el sol del invierno llegara a dominarlos, y aunque era ahora pleno día, unas estrellas pálidas titilaban por sobre la cima de las montañas, y abajo todo estaba en penumbra, salvo por la desmayada luz de las lámparas colocadas junto al camino ascendente. Porque el suelo del barranco subía empinado hacia el este, y a la izquierda vi al lado del lecho de la corriente un ancho camino pavimentado de piedras, que ascendía serpenteando hasta desvanecerse en la sombra.

Monday, March 27, 2006

IX PARTE

De pronto, desde muy cerca, escuchamos un grito frenético, y muchos otros le respondieron a lo largo de los bordes del camino. Un cuerno áspero resonó y oímos un ruido de pies a la carrera. Pero no me detuve. Había aprendido bastante de la lengua de los Orcos durante mi cautiverio como para conocer el significado de esos gritos: los guardias nos habían olfateado y nos habían oído, aunque no podían vernos. Se había desatado la caza. Desesperadamente me tropecé y me arrastré junto con Voronwë, trepando por una prolongada cuesta cubierta de una espesura de tojos y arándanos, entre nudos de serbales y abedules enanos. En la cima de la cuesta nos detuvimos escuchando los gritos detrás de nosotros, y el ruido de los matorrales aplastados por los Orcos.

A nuestro lado había una piedra que se alzaba sobre una maraña de brezos y zarzas, y por debajo había una guarida como la que habría buscado y anhelado una bestia perseguida para evitar la caza, o por lo menos para vender cara su vida, de espaldas a la piedra. Arrastré a Voronwë hacia abajo a la sombra oscura, y uno junto al otro, cubiertos por la capa gris, yacimos mientras jadeábamos como zorros cansados. Ni una palabra hablamos; éramos todo oído.

Los gritos de los cazadores se hicieron más débiles; porque los Orcos nunca se internaban demasiado en tierras salvajes a un lado y otro del camino, y se contentaban con patrullar el camino en una y otra dirección. Poco se cuidaban de los fugitivos perdidos, pero temían a los espías y a los exploradores de las fuerzas enemigas.

Llegó la noche y un triste silencio pesó otra vez sobre las tierras desoladas. Cansado y agotado me dormí bajo la capa de Ulmo. A1 romper el día Voronwë me despertó, y arrastrándome fuera de la guarida vi que en verdad el tiempo había mejorado un tanto y que las nubes negras se habían retirado. El alba era roja y alcanzaba a ver a lo lejos la cima de unas extrañas montañas que resplandecían al fuego del este.

Entonces Voronwë dijo en voz baja: —‘Alae! Ered en Echoriath, ered embar nín!’ — Porque sabía que estaba contemplando Las Montañas Circundantes y los muros del reino de Turgon. Por debajo de nosotros, hacia el este, en un valle profundo y oscuro, corría Sirion el bello, renombrado por su canto; y más allá, envuelta en niebla, ascendía una tierra gris desde el río hasta las colinas quebradas al pie de las montanas.— Allí se encuentra Dimbar —dijo Voronwë—. ¡Oja1á ya hubiéramos llegado! Porque rara vez nuestros enemigos se aventuran hasta allí. O así era al menos cuando el poder de Ulmo dominaba el Sirion. Pero puede que haya cambiado ahora; salvo el peligro que presenta el río: es profundo y rápido, y peligroso de cruzar aun para los Eldar. Pero te he conducido bien; porque allí, aunque algo hacia el sur, refulge el Vado de Brithiach, donde el Camino del Este, que antaño conducía a Taras en el Oeste, atravesaba el río.

Nadie ahora se atreve a utilizarlo, salvo en caso de desesperada necesidad, ni Elfo ni Hombre ni Orco, pues el camino conduce a Dungortheb y la tierra de terror entre el Gorgoroth y el Cinturón de Melian; y desde hace ya mucho se ha confundido con los matorrales, y no es más que una huella cubierta de malezas y hiedras.

Miré hacia donde señalaba Voronwë, y vi a lo lejos un resplandor de aguas extendidas a la escasa luz del amanecer; pero más allá asomaba el oscuro bosque de Brethil y escalaba hacia el sur las distantes tierras elevadas. Avanzamos con cautela por el extremo del valle, y al fin llegamos al antiguo camino que bajaba hasta los bordes de Brethil, donde cruzaba la ruta de Nargothrond. Estábamos cerca del Sirion. Las orillas estaban quebradas en aquel sitio, y las aguas, interceptadas por grandes desechos de piedras, se extendían en amplios bajíos, donde murmuraban unos temblorosos arroyos.

Un poco más allá, el río se recogía otra vez y, excavando un nuevo lecho, seguía fluyendo hacia el bosque, y se desvanecía a lo lejos en una niebla profunda que la mirada no podía penetrar.

Aunque quise ir de prisa hacia el vado Voronwë lo impidió diciendo que no podíamos cruzar el Brithiach en pleno día, mientras existiera una posibilidad de que estuvieran persiguiéndonos.

· ¿Nos sentaremos entonces aquí hasta pudrirnos? —le dije—. porque esa duda persistirá mientras dure el reino de Morgoth. ¡Ven! Bajo la sombra de la capa de Ulmo tenemos que seguir adelante.

Aún Voronwë vacilaba y miraba atrás hacia el oeste; pero el sendero estaba desierto y todo en derredor había silencio salvo por el murmullo del agua. Miró a lo alto y el cielo estaba gris y vacío, sin pájaros. Y de pronto la cara se le iluminó de alegría y exclamó en alta voz: — ¡Todo está bien! Los enemigos del Enemigo guardan todavía el Brithiach. Los Orcos no nos seguirán hasta aquí; y bajo la capa podemos cruzar ahora, sin esperar más.

· ¿Qué has visto de nuevo? —le pregunté.
· ¡Muy corta es la vista de los Hombres Mortales!— me dijo—. Veo las águilas de las Crissaegrim, y vienen hacia aquí. ¡Observa un momento!

Me quedé mirando fijamente; y pronto, altas en el aire, vi a tres formas que batían unas fuertes alas y descendían de los picos distantes coronados de nubes. Lentamente bajaban en grandes círculos, y luego se lanzaron de pronto sobre nosotros, pero antes que Voronwë pudiera llamarlas, giraron veloces y se alejaron volando hacia el norte a lo largo de la línea del río.

· Vayamos ahora — me dijo Voronwë—. Si hay un Orco en las cercanías estará acobardado, con las narices aplastadas contra el suelo, hasta que se hayan alejado las águilas.

Descendimos de prisa por una larga cuesta y cruzamos el Brithiach, andando a menudo con los pies secos sobre bancos de piedras, o vadeando los bajíos con el agua no más que hasta las rodillas. Fría y clara era el agua, y había hielo sobre los estanques poco profundos.

¡Mira! Aquí está la desembocadura del Río Seco y éste es el camino que hemos de tomar, por fin la encontramos después de agotada toda esperanza, dijo Voronwë.

Entramos en la cañada, de laderas cada vez más altas a medida que giraba hacia el norte, donde el terreno era más empinado. Me tropezaba en la penumbra, entre las piedras que cubrían el lecho, si eso era un camino no es bondadoso con el viajero fatigado, susurré. Voronwë me respondió que ese era el camino que llevaba a Turgon.

Eso me maravilló, que el acceso permanezca abierto y sin guardia. Me figuraba que encontraría un gran portal poderosamente guardado. A lo que me dijo que esperara un poco más que ese sólo era el comienzo. Además agregó que lo llamó un camino, sin embargo, nadie lo había recorrido por más de trescientos años, salvo mensajeros, pocos y en secreto, y que todo el arte de los Noldor se había concentrado en ocultarlo desde que lo tomó el Pueblo Escondido.

Voronwë me dijo: ¿Permanece abierto, dices? ¿Lo habrías conocido si no hubieras tenido a alguien del Reino Escondido como guía? ¿O habrías pensado que no era sino la obra del viento y de las aguas del desierto? ¿Y no has visto las águilas? Son el pueblo de Thorondor que vivió otrora en Thangorodrim antes que Morgoth cobrara tanto poder, y viven ahora en las Montañas de Turgon desde la caída de Fingolfin. Sólo ellas con excepción de los Noldor conocen el Reino Escondido, y guardan los cielos por sobre él, aunque hasta ahora ningún sirviente del Enemigo se ha atrevido a ascender a las alturas del aire; y llevan al Rey muchas nuevas de todo lo que se mueve en las tierras de fuera. Si hubiéramos sido Orcos, se nos hubieran echado encima y nos habrían arrojado sobre rocas despiadadas.

· No lo dudo —le repliqué—. Pero me pregunto también si la noticia de nuestra cercanía no le llegará a Turgon antes que nosotros. Y sólo tú puedes decir si eso es bueno o malo.
· Ni bueno ni malo — me dijo—. Porque no podemos atravesar las Puertas Guardadas inadvertidos, se nos espere o no; y si llegamos allí, los guardianes no necesitarán que se les advierta que no somos Orcos. Pero para pasar necesitaremos de mejores argumentos. Porque no sabes, Tuor, a qué peligro estaremos expuestos entonces. No me culpes como quien está desprevenido de lo que pueda ocurrir. ¡Que se manifieste en verdad el poder del Señor de las Aguas! Porque sólo por esa esperanza he consentido en ser tu guía, y si falla, con más seguridad moriremos entonces que por todos los peligros del desierto y el invierno.

Ante tanto fatalismo acerté a decirle que se dejara de pronósticos! La muerte en el desierto es segura; y la muerte ante las Puertas era para mí dudosa todavía, a pesar de todas tus palabras.

Muchas millas avanzamos con trabajo por las piedras del Río Seco, hasta que ya no pudimos más, y la noche derramó oscuridad sobre la cañada profunda; trepamos entonces a la orilla oriental y llegamos a las colinas derrumbadas al pie de las montañas. Al mirar arriba, vi que se elevaban como ninguna otra montaña que hubiera visto nunca; las laderas eran como muros escarpados, apilados todo por encima y por detrás del más bajo, como si fueran grandes torres y precipicios escalonados. Pero el día se había desvanecido, y todas las tierras estaban grises y neblinosas, y la sombra amortajaba el Valle del Sirion.

Voronwë me llevó a una cueva poco profunda, que se abría en la ladera de una colina sobre las solitarias cuestas de Dimbar, y nos metimos dentro arrastrándonos, y allí nos quedamos escondidos; nos comimos los últimos mendrugos de alimento, y teníamos frío y aunque estábamos cansados, no pudimos dormir.

Así fue como llegamos a las torres de las Echoriath y al umbral de Turgon, en el crepúsculo del décimo octavo día de Hísimë, el trigésimo séptimo del viaje.

Wednesday, March 22, 2006

VIII PARTE

Lentamente avanzábamos en el crepúsculo y en la noche por el descampado sin caminos, y el fiero invierno descendía rápido desde el reino de Morgoth. A pesar del abrigo que procuraban las montañas, los vientos eran fuertes y amargos, y pronto la nieve cubrió espesa las alturas, o giraba en remolinos en los pasos, y caía sobre los bosques de Núath antes de que perdieran del todo sus hojas marchitas. Así, a pesar de haberse puesto en camino antes de Narquelië, llegó Hísimë con su cruel escarcha mientras se acercaban todavía a las Fuentes del Narog.

Allí al cabo de una noche fatigosa, hicimos alto a la luz gris del alba; y Voronwë estaba desanimado y miraba en torno con aflicción y temor. Donde otrora había estado el hermoso estanque de Ivrin, en su gran cuenco de piedra abierto por la caída de las aguas, y todo alrededor había sido una hondonada cubierta de árboles bajo las colinas, veía ahora una tierra mancillada y desolada. Los árboles estaban quemados y arrancados de raíz; y los bordes de piedra del estanque estaban rotos, de modo que las aguas de Ivrin se extendían en un gran pantano estéril entre las ruinas. Todo era ahora un cenagal de lodo congelado, y un hedor de corrupción cubría el suelo como una niebla inmunda.

· ¡Ay! ¿Ha llegado el mal por aquí? — exclamó Voronwë—. Otrora este sitio estaba lejos de la amenaza de Angband; pero los dedos de Morgoth llegan cada vez más lejos.
· Es lo que Ulmo me dijo —recordé: «Las fuentes están envenenadas, y mi poder se retira de las aguas de la tierra».

Voronwë acertó a decir que sí y que un mal ha estado aquí de fuerza más grande que la de los Orcos. E1 miedo se demora en este sitio. —Y examinó a su alrededor los bordes del lodo hasta que de repente se detuvo y gritó: — ¡Sí, un gran mal! —y me hizo señas, y al acercarme vi una gran hendidura, como un surco que avanzaba hacia el sur, y a cada lado, ora borrosas, ora firme y claramente selladas por la nieve, las huellas de unas grandes garras.— ¡Mirad! — Me dijo Voronwë, con la cara pálida de repugnancia y miedo—. ¡Aquí estuvo hace no mucho el Gran Gusano de Angband, la más fiera de todas las criaturas del Enemigo! Mucho se ha retrasado ya el recado que tenemos para Turgon. Es necesario darse prisa.

Mientras así hablábamos, oímos un grito en los bosques, y nos quedamos inmóviles como piedras, escuchando. Pero la voz era una hermosa voz, aunque apenada, y parecía decir un nombre como quien busca a alguien que se ha perdido. Y mientras aguardábamos, una figura surgió de entre los árboles, y vimos que era un hombre alto armado, vestido de negro, con una larga espada desenvainada; y nos asombramos, porque la hoja de la espada era también negra, pero el filo brillaba claro y frío. Tenía el dolor grabado en la cara, y cuando vio la ruina de Ivrin clamó en alta voz apenado, diciendo:— ¡Ivrin, Faelivrin! ¡Gwindor y Beleg! Aquí una vez fui curado. Pero ahora, nunca más beberé el trago de la paz.

Entonces se volvió rápido hacia el Norte como quien persigue a alguien o tiene un cometido de gran prisa, y lo oímos gritar ¡Faelivrin, Finduilas! hasta que la voz se perdió en los bosques.

Cuando el de la espada negra hubo pasado, Voronwë y yo seguimos adelante por un rato, aunque ya era de día; el recuerdo de la desdicha de aquel hombre nos pesaba, y no podíamos soportar quedarnos junto a la profanación de Ivrin. No tardamos en buscar un sitio donde ocultarnos, porque toda la tierra estaba llena ahora de presagios de mal. Dormimos poco e intranquilos, y cuando transcurrió el día y cayeron las sombras, empezó a nevar, y con la noche llegó una mordiente escarcha.

En adelante la nieve y el hielo no cedieron nunca y durante cinco meses el Fiero Invierno, mucho tiempo recordado, tuvo sometido el Norte. Ahora el frío nos atormentaba, y temíamos que la nieve nos revelara a nuestros enemigos, o que pudiéramos caer en peligros ocultos traicioneramente enmascarados.

Nueve días seguimos adelante, de manera cada vez más lenta y penosa, y Voronwë se desvió algo hacia el norte, hasta que cruzamos los tres brazos del Teiglin; y luego se encaminó otra vez hacia el este abandonando las montañas, y avanzó precavido, hasta que pasamos el Glithul y llegamos a la corriente del Malduin, y estaba cubierto de negra escarcha.

En ese momento le dije a Voronwë: —Fiera es la escarcha y la muerte está cerca de mí, y quizá también de ti. —Pues nos encontrábamos en un verdadero aprieto: hacía ya mucho que no conseguíamos alimento en el descampado, y el pan de viaje menguaba; teníamos frío y estábamos fatigados. — Malo es estar atrapados entre la Maldición de los Valar y la Malicia del Enemigo —dijo Voronwë—. ¿He escapado de las bocas del mar para caer aquí y morir sepultado bajo la nieve?

¿Cuánto tenemos que avanzar todavía? Pregunté a Voronwë, a quien le aclaré que ya no debía tener secretos para mí. ¿Me llevas por camino directo y a dónde? Pues si tengo que consumir mis últimas fuerzas, quiero saber al menos con qué beneficio.

Él me respondió que me había conducido tan directamente como le pareció. Sabed pues ahora que Turgon habita aún en e1 norte de la tierra de los Eldar, aunque pocas gentes lo creen. Ya estamos cerca de él. No obstante, hay todavía muchas leguas que recorrer, aun a vuelo de pájaro; todavía nos espera el Sirion por delante, que hemos de cruzar, y quizá encontremos grandes males en el camino. Porque llegaremos pronto al Camino que otrora descendía desde las Minas del Rey Finrod hasta Nargothrond. Por allí andan y vigilan los sirvientes del Enemigo.

Me tenía por el más resistente de los Hombres, y he soportado muchas penurias de invierno en las montañas; pero entonces tenía al menos una cueva para abrigarme, y fuego, y en ese instante dudé que las fuerzas me alcanzaran para seguir así mucho más, hambriento y en un tiempo tan fiero. Pero continuamos mientras nos fue posible, antes que las esperanzas se agotaran.

· No tenemos otra elección —me dijo Voronwë—, salvo la de yacer aquí tendidos y aguardar el sueño de la nieve.

Por tanto, todo ese amargo día avanzamos trabajosamente, pensando menos en el peligro del enemigo que en el invierno; pero a medida que seguíamos adelante no era tanta la nieve con que nos topábamos, pues ibamos nuevamente hacia el sur, descendiendo por el Valle del Sirion, y las Montañas de Dor-lómin quedaron muy atrás.

En las primeras sombras del crepúsculo llegamos al Camino al pie de una elevación arbolada. Nos arrastramos entonces por entre los árboles, marchando hacia el sur con el viento hasta que estuvimos a mitad de camino entre el primer fuego de los Orcos y el siguiente. Allí Voronwë se detuvo largo rato, escuchando.

· No oigo a nadie que se mueva en el camino—dijo—, pero no sabemos qué pueda acechar en las sombras. —Atisbó en la penumbra y se estremeció. — Hay un mal en el aire —musitó—. ¡Ay! Más allá se encuentra la tierra de nuestra misión y nuestra esperanza de vida, pero la muerte camina por el medio.
· La muerte nos rodea por todas partes —dije—. Pero sólo me quedan fuerzas para el camino más corto. Aquí he de cruzar o perecer. Confiaré en el manto de Ulmo, y también a ti te cubrirá. ¡Ahora seré yo el que conduzca!

Me deslicé hasta el borde del camino, y abracé allí a Voronwë arrojando sobre ambos los pliegues de la capa gris del Señor de las Aguas.

Todo estaba en silencio. El viento frío suspiraba barriendo la antigua ruta, y luego también él calló. En la pausa, advertí un cambio en el aire, como si el aliento de la tierra de Morgoth hubiera cesado un momento, y una brisa leve que parecía un recuerdo del Mar vino desde el Oeste. Como una neblina gris en el viento cruzamos la calle empedrada y penetramos en la maleza por el borde oriental.

Wednesday, March 15, 2006

VII PARTE

Después de este sueño, dormí profundamente, porque antes de que la noche hubiera terminado, la tormenta se alejó arrastrando consigo los nubarrones negros hacia el Oriente del mundo. Desperté por fin a una luz grisácea, y me levanté y abandoné el alto asiento, y cuando bajé a la sala en penumbras vi que estaba llena de aves marinas ahuyentadas por la tormenta; y salí mientras las últimas estrellas se desvanecían en el Oeste ante la llegada del día. Entonces noté que las grandes olas de la noche habían avanzado mucho tierra adentro, y habían arrojado sus crestas por sobre la cima de los acantilados, y tejas rotas y algas cubrían aun las terrazas delante de las puertas. Y al mirar desde la terraza más baja, vi apoyado contra el muro, entre piedras y despojos del mar, a un Elfo que vestía una empapada capa gris. Sentado, en silencio, miraba más allá de la ruina de las playas las largas lomas de las olas. Todo estaba quieto, y no había otro sonido que el de la impetuosa marejada.

Al ver la silenciosa figura gris, recordé las palabras de Ulmo y me vino a los labios un nombre que nadie me había enseñado, y lo dije en alta voz:
•¡Bienvenido, Voronwë! Te esperaba.
Entonces el Elfo se volvió y miró hacia arriba, y me encontré con la penetrante mirada de unos ojos grises como el mar, y supe inmediatamente que pertenecía al alto pueblo de los Noldor. Pero hubo miedo y asombro en la mirada del Elfo cuando me vio erguido en el muro por encima de él, vestido con una gran capa que era como una sombra, cubriéndome una malla élfica que le resplandecía en el pecho.

Así permanecimos un momento, examinándonos las caras, y entonces el Elfo se puso en pie y se inclinó ante mi. — ¿Quién sois, señor? —me pregunto—. Durante mucho tiempo he luchado contra el mar embravecido. Decidme: ¿ha habido grandes nuevas desde que abandoné la tierra? ¿Fue vencida la Sombra? ¿Ha salido el Pueblo Escondido?
•No —respondí—. La Sombra se alarga, y los Escondidos permanecen escondidos.
Entonces Voronwë se quedó mirándome largo tiempo en silencio. —Pero ¿quién sois? —volvió a preguntar—. Durante muchos años mi pueblo estuvo ausente de estas tierras, y ninguno de ellos moró aquí desde entonces. Y ahora advierto que a pesar de vuestro atuendo no sois uno de ellos, como lo creí, sino que pertenecéis a la raza de los Hombres.
•Así es en efecto —dije—. ¿Y no eres tú el último marinero del último navío en salir hacia Occidente desde los Puertos de Círdan?
•Lo soy, en efecto —me respondió—. Voronwë, hijo de Aranwë. Pero cómo conocéis mi nombre y mi destino, no lo entiendo.
•Los conozco porque el Señor de las Aguas habló conmigo la víspera, y dijo que te salvaría de la cólera de Ossë, y que te enviaría aquí con el fin de que fueras mi guía.
Voronwë pareció que se llenó de miedo y asombro y luego exclamó:
•¿Habéis hablado con Ulmo el Poderoso? ¡Grandes han de ser entonces en verdad vuestro valor y vuestro destino! Pero ¿a dónde habré de guiaros, señor? Porque de seguro sois un rey de Hombres, y muchos han de obedecer vuestra palabra.
•No, soy un esclavo fugado, y soy un proscrito solitario en una tierra desierta. Pero tengo un recado para Turgon, el Rey Escondido. ¿Sabes por qué camino llegar a él?
•Muchos son proscritos y esclavos en estos malhadados días que no nacieron en esa condición—respondió—. Un señor de Hombres sois por derecho, según me parece. Pero aun cuando fuerais el más digno de todo vuestro pueblo, no tendríais derecho a ir en busca de Turgon, y vano seria que lo intentaseis. Porque aun cuando yo os condujera hasta sus puertas, no podríais entrar.
•No te pido que me lleves sino hasta esas puertas, allí el Destino luchará con los Designios de Ulmo. Y si Turgon no me recibe, mi misión habrá acabado, y el Destino será el que prevalezca. Pero en cuanto a mi derecho de ir en busca de Turgon: yo soy Tuor, hijo de Huor y pariente de Húrin, nombre que Turgon no habrá de olvidar. Y lo busco también por orden de Ulmo. ¿Habrá de olvidar Turgon lo que éste le dijo antaño: Recuerda que la última esperanza de los Noldor ha de llegar del Mar? O también: Cuando el peligro esté cerca, uno vendrá de Nevrast para advertírtelo. Yo soy el que había de venir y estoy así investido con las armas que me estaban destinadas.

Realmente me sorprendí de oírme a mi mismo hablar de ese modo, porque las palabras que Ulmo le dijo a Turgon al partir de Nevrast no me eran conocidas de antemano, ni a nadie salvo al Pueblo Escondido. Por lo mismo, si yo estaba sorprendido tanto más asombrado estaba Voronwë; quien se volvió y miró el Mar y suspiró. Luego dijo:
•¡Ay! No querría volver nunca. Y a menudo he prometido en las profundidades del mar que si alguna vez pusiera el pie otra vez en tierra, moraría en paz lejos de la Sombra del Norte, o junto a los Puertos de Círdan, o quizá en los bellos prados de Nantathren, donde la primavera es más dulce que los deseos del corazón. Pero si el mal ha crecido desde que partí de viaje y el peligro definitivo acecha a mi pueblo, entonces debo regresar a él. —Se volvió hacia mí y me respondió. — Os guiaré hasta las puertas escondidas, porque los prudentes no han de desoír los consejos de Ulmo.

Inmediatamente le contesté que marcharíamos juntos como se nos había aconsejado. Igualmente le dije que no se afligiera porque mi corazón me decía que su largo camino le conducirá lejos de la Sombra, y que su esperanza volverá al Mar.

Voronwë me dijo que teníamos que ir de prisa, y no me dio una respuesta clara acerca del camino. —Vos conocéis la fortaleza de los Hombres me dijo—. En cuanto a mí, pertenezco a los Noldor, y grande ha de ser el hambre y frío el invierno que maten al pariente de los que atravesaron el Hielo. ¿Cómo creéis que pudimos trabajar durante días incontables en los yermos salados del mar? ¿Y no habéis oído del pan de viaje de los Elfos? Y conservo todavía el que todos los marineros guardan hasta el final. — Entonces me mostró bajo la capa un bolsillo sellado sujeto con una hebilla al cinturón. — Ni el agua ni el tiempo lo dañan en tanto esté sellado. Pero hemos de economizarlo hasta que sea mucha la necesidad; y sin duda un proscrito y cazador habrá de encontrar otro alimento antes que el año empeore, me dijo.

Entonces nos dispusimos a partir. Llevé conmigo el pequeño arco y las flechas que traía además de las armas encontradas en la sala; pero la lanza sobre la que estaba escrito mi nombre en runas élficas del Norte la dejé junto al muro en señal de que había pasado por allí. No tenía armas Voronwë, salvo una corta espada. Antes de que el día hubiera avanzado mucho abandonamos la antigua vivienda que según me dijeron pertenencia a Turgon, y Voronwë me guió hacia el oeste de las empinadas cuestas de Taras, y a través del gran cabo. Allí en otro tiempo había pasado el camino desde Nevrast a Brithombar, que no era ahora sino una huella verde entre viejos terraplenes cubiertos de hierba. Así llegamos a Beleriand y la región septentrional de las Falas; y volviéndonos hacia el este, buscamos las oscuras estribaciones de Ered Wethrin, y allí encontramos refugios y descansamos hasta que el día se desvaneció en el crepúsculo. Porque aunque las antiguas viviendas de Falathrirn, Brithombar y Eglarest estaban todavía lejos, allí moraban Orcos ahora, y toda la tierra estaba infestada de espías de Morgoth.

Mientras estábamos allí sentados envueltos en nuestras capas como sombras bajo las colinas, conversamos durante mucho tiempo. Interrogué a Voronwë acerca de Turgon, pero poco hablaba de tales asuntos; hablaba en cambio de las moradas de la Isla de Balar y de la Lisgardh, la tierra de los juncos en las Desembocaduras del Sirion, de cómo muchos se hicieron a la mar y nunca se supo noticia alguna de ellos. De cómo con la ayuda de Círdan se construyeron barcos y de la ira del mar. Así llegó la noche y las estrellas brillaban blancas y frías y el elfo guardó silencio.

Poco después nos levantamos y volvimos las espaldas al mar, e iniciamos un largo viaje en la oscuridad; del cual hay poco que decir, pues la sombra de Ulmo estaba sobre mí, y nadie nos vio pasar por bosque o por piedra, por campo o por valle, entre la puesta y la salida del sol. Pero siempre avanzábamos precavidos evitando los cazadores de ojos nocturnos de Morgoth y esquivando los caminos transitados de los Elfos y los Hombres.

Voronwë escogía el camino y yo lo seguía. No hacía éste preguntas vanas, pero no dejaba de advertirme que marchábamos siempre hacia el este a lo largo de las fronteras de las montañas cada vez más altas, y que nunca nos volvíamos hacia el sur, lo cual me asombró, porque creía, como la mayor parte de los Hombres y los Elfos, que Turgon moraba Lejos de las batallas del Norte.

Monday, March 13, 2006

VI PARTE

Las rarezas no pararon ahí, sentí que mis pies me llevaban a la playa y descendí las largas escaleras hasta una amplia costa, en el lado septentrional de Tarasness; y vi que el sol se hundía en una gran nube negra que asomaba sobre el mar oscurecido: y el aire se enfrió y hubo una agitación y un murmullo como de una tormenta que acecha. Yo estaba en la costa y el sol parecía un incendio humeante tras la amenaza del cielo; después vi como una gran ola se alzaba en la lejanía y avanzaba hacia tierra, me asombré tanto que no fui capaz de moverme y estuve como congelado en el sitio.

La ola avanzó hacia mí y había sobre ella algo semejante a una neblina de sombra. Entonces, de pronto, se encrespó y se quebró y se precipitó hacia adelante en largos brazos de espuma; pero allí donde se había roto se erguía oscura sobre la tormenta una forma viviente de gran altura y majestad era en señor de las profundidades, a quienes los Noldor habían llamado Ulmo, el Vala.

Inmediatamente ante la magnificencia que se me había manifestado, me incliné reverente, me pareció que contemplaba a un gran rey poderoso. Llevaba una gran corona que parecía de plata y de la que le caían los largos cabellos como una espuma que brillaba pálida en el crepúsculo; y al echar atrás el manto gris que lo cubría como una bruma, estaba vestido con una cota refulgente que se le ajustaba como la piel de un pez poderoso y con una túnica de color verde profundo que resplandecía y titilaba como los fuegos marinos mientras él se adelantaba con paso lento.

Ese gran ser no puso pie en la costa, y hundido hasta las rodillas en el mar sombrío, me habló, y por la luz de sus ojos y el sonido de su voz profunda, el miedo me ganó y caí de bruces sobre la arena.

Entonces me dijo “Levántate, Tuor, hijo de Huor. No temas mi cólera, aunque mucho tiempo te llamé sin que me escucharas; y habiéndote puesto por fin en camino, te retrasaste en el viaje hacia aquí. Tenías que haber llegado en primavera; pero ahora un fiero invierno vendrá pronto desde las tierras del Enemigo. Tienes que aprender de prisa, y el camino placentero que tenía designado para ti ha de cambiarse. Porque mis consejos han sido despreciados, y un gran mal se arrastra por el Valle de Sirion y ya una hueste de enemigos se ha interpuesto entre tú y tu meta.
· ¿Cuál es mi meta, Señor? —pregunté.

· La que mi corazón ha acariciado siempre —me respondió—: encontrar a Turgon y cuidar de la ciudad escondida. Porque te has ataviado de ese modo para ser mi mensajero, con las armas que desde hace mucho tenía dispuestas para ti. Pero ahora has de atravesar el peligro sin que nadie te vea. Envuélvete por tanto en esta capa y no te la quites hasta que hayas llegado al final del viaje.

Entonces me pareció que el Vala partía su manto gris y me arrojaba un trozo como una capa que al caer sobre mi me cubrió por completo desde la cabeza a los pies. Y me dijo: De ese modo andarás bajo mi sombra. Pero no te demores; porque la sombra no resistirá en las tierras de Anar y en los fuegos de Melkor. ¿Llevarás mi recado?

· Lo haré, Señor —acerté a contestar.

· Entonces pondré palabras en tu boca que dirás a Turgon —me indicó—. Pero primero he de enseñarte, y oirás algunas cosas que no ha oído nunca Hombre alguno, no, ni siquiera los poderosos de entre los Eldar. —Y fue así como Ulmo me habló de Valinor y de su oscurecimiento, y del Exilio de los Noldor y la Maldición de Mandos y del ocultamiento del Reino Bendecido. — Pero ten en cuenta —me dijo— que en la armadura del Hado hay siempre una hendidura y en los muros del Destino una brecha hasta la plena consumación que vosotros llamáis el Fin. Así será mientras yo persista, una voz secreta que contradice y una luz en el sitio en que se decretó la oscuridad. Por tanto, aunque en los días de esta oscuridad parezca oponerme a la voluntad de mis hermanos, los Señores del Occidente, ésa es la parte que me cabe entre ellos y para la que fui designado antes de la hechura del Mundo. Pero el Destino es fuerte y la sombra del Enemigo se alarga; y yo estoy disminuido; en la Tierra Media soy apenas un secreto susurro. Las aguas que manan hacia el oeste menguan cada día, y las fuentes están envenenadas, y mi poder se retira de las aguas de la tierra; porque los Elfos y los Hombres ya no me ven ni me oyen por causa del poder de Melkor. Y ahora la Maldición de Mandos se precipita hacia su consumación, y todas las obras de los Noldor perecerán, y todas las esperanzas que abrigaron se desmoronarán. Sólo queda la última esperanza, la esperanza que no han previsto ni preparado. Y esa esperanza radica en ti; porque así yo lo he decidido.

· ¿Entonces Turgon no se opondrá a Morgoth como todos los Eldar lo esperan todavía? —pregunté—. ¿Y qué queréis vos de mí, Señor, si llego ahora ante Turgon? Porque aunque estoy en verdad dispuesto a hacer como mi padre, y apoyar a ese rey en su necesidad, no obstante de poco serviré, un mero hombre mortal, entre tantos y tan valientes miembros del Alto Pueblo del Oeste.
· Si decidí enviarte, Tuor, hijo de Huor, no creas que tu espada es indigna de la misión. Porque los Elfos recordarán siempre el valor de los Edain, mientras las edades se prolonguen, maravillados de que prodigaran tanta vida, aunque poco tienen de ella en la tierra. Pero no te envío sólo por tu valor, sino para llevar al mundo una esperanza que tú ahora no alcanzas a ver, y una luz que horadará la oscuridad.

Y mientras el dios Ulmo decía estas cosas, el murmullo de la tormenta creció hasta convertirse en un gran aullido, y el viento se levantó, y el cielo se volvió negro; y el manto del Señor de las Aguas se extendió como una nube flotante. —Vete ahora —me dijo—. ¡No sea que el Mar te devore! Porque Ossë obedece la voluntad de Mandos y está irritado, pues es sirviente del Destino.

· Sea como vos mandáis —respondí—. Pero si escapo del Destino, ¿qué palabras le diré a Turgon?
· Si llegas ante el —me dio—, las palabras aparecerán en tu mente, y tu boca hablará como yo quiera. ¡Habla y no temas! Y en adelante haz como tu corazón y tu valor te lo dicten. Lleva siempre mi manto, porque así estarás protegido. Quitaré a uno de la cólera de Ossë, y lo enviaré a ti, y de ese modo tendrás guía: sí, el último marinero del último navío que irá hacia el Occidente, hasta la elevación de la Estrella. ¡Vuelve ahora a tierra!

Entonces estalló un trueno y un relámpago resplandeció sobre el mar; y vi a Ulmo de pie entre las olas como una torre de plata que titilara con llamas refulgentes; y grité contra el viento:
· ¡Ya parto, Señor! Pero ahora mi corazón siente nostalgia del Mar.

Entonces el vala alzó un cuerno poderoso y sopló una única gran nota, ante la cual el rugido de la tormenta parecía una ráfaga de viento sobre un lago. Y cuando oí esa nota, y me sentí rodeado y colmado por ella, me pareció que las costas de la Tierra Media se desvanecían, y contemplé todas las aguas del mundo en una gran visión: desde las venas de las tierras hasta las desembocaduras de los ríos, y desde las playas y los estuarios hasta las profundidades. Al Gran Mar lo vi a través de sus inquietas regiones, habitadas de formas extrañas, aun hasta los abismos privados de luz, en los que en medio de la sempiterna oscuridad resonaban voces terribles para los oídos mortales. Las planicies inconmensurables las contemplé con la rápida mirada de los Valar; se extendían inmóviles bajo la mirada de Anar, o resplandecían bajo la Luna cornamentada o se alzaban en montañas de cólera que rompían sobre las Islas Sombrías, hasta que a lo lejos, en el límite de la visión, y más allá de incontables leguas, atisbé una montaña que se levantaba a alturas a las que no alcanzaba su mente, hasta tocar una nube brillante, y debajo refulgía la hierba. Y mientras me esforzaba por oír el sonido de esas olas lejanas, y por ver con mayor claridad esa luz distante, la nota murió, y me encontré bajo los truenos de la tormenta, y un relámpago de múltiples brazos rasgó los cielos por encima de mí. Y Ulmo se había ido, y en el mar tumultuoso las salvajes olas de Ossë chocaban contra los muros de Nevrast.

Huí de la furia del mar, y con trabajo conseguí volver por el camino a las altas terrazas; porque el viento me arrastraba contra el acantilado, y cuando llegué a la cima me hizo caer de rodillas. Por tanto, entré de nuevo al oscuro recinto vacío en busca de protección, y permanecí sentado toda la noche en el asiento de piedra. Aun las columnas temblaban por la violencia de la tormenta, y me pareció que el viento estaba lleno de lamentos y de gritos frenéticos. No obstante, la fatiga me vencía a ratos, y dormí perturbado por sueños, de los que ningún recuerdo me quedó en la vigilia, salvo uno: la visión de una isla, y en medio de ella había una escarpada montaña, y detrás de ella se ponía el sol, y las sombras cubrían el cielo; pero por encima de la montaña brillaba una única estrella deslumbrante.

Wednesday, March 08, 2006

V PARTE

Viajé hacia el sur a lo largo de la costa durante siete días completos, y cada día me despertaba un batir de alas sobre mí en el alba, y cada día los cisnes avanzaban volando mientras yo los seguía. Y mientras andaba los altos acantilados se hacían más bajos y las cimas se cubrían de hierbas altas y florecidas; y hacia el este había bosques que amarilleaban con el desgaste del año.

Pero por delante de mi, cada vez más cerca, veía una línea de altas colinas que me cerraban el camino y se extendían hacia el oeste hasta terminar en una alta montaña: una torre oscura y tocada de nubes apoyadas en hombros poderosos sobre un gran cabo verde que se adentraba en el mar.

Esas colinas grises eran las estribaciones occidentales de Ered Wethrin, el cerco septentrional de Beleriand, y la montaña era el Monte Taras, la más occidental de las torres. Llegué entonces a las ruinas de un camino perdido, y pasé entre montículos verdes y piedras caídas, y de ese modo y cuando menguaba el día me acerqué a un viejo recinto que tenía los patios altos y barridos por el viento. Ninguna sombra de temor o mal acechaba en estos sitios, pero sentí un miedo reverente al pensar en los que habían vivido allí en el pasado y que ahora habían partido nadie sabía a dónde: el pueblo inmortal pero condenado, venido desde mucho más allá del Mar.

Me volví y miré, como los ojos de ellos habían mirado a menudo el resplandor de las aguas agitadas que se perdían a lo lejos. Me volví nuevamente y vi que los cisnes se habían posado en la terraza más alta, y me detuve ante la puerta occidental del recinto; y ellos batieron las alas y me pareció que me hacían señas de que entrase. Subí por las escaleras ahora medio ocultas entre la hierba y la colleja y pasé bajo el poderoso dintel penetrando en las sombras de la casa.
Llegué por fin a una sala de altas columnas. Si grande había parecido desde fuera, ahora vasta y magnífica me pareció desde dentro, y por respetuoso temor no quise despertar los ecos de su vacío. Nada podía ver allí salvo en el extremo oriental, un alto asiento sobre un estrado, y tan sigilosamente como pude me acerqué a él; pero e1 sonido de mis pies resonaban sobre el suelo pavimentado como los pasos del destino, y los ecos corrían delante de mi por los pasillos de columnas.

Al llegar delante de la gran silla en la penumbra y ver que estaba tallada en una única piedra y cubierta de signos extraños, el sol poniente llegó al nivel de una alta ventana bajo el gaviete occidental y un haz de luz dio sobre el muro que tenía enfrente y resplandeció como sobre metal pulido. Entonces maravillado, vi que en el muro detrás del trono colgaban un escudo y una magnífica cota y un yelmo y una larga espada envainada. La cota resplandecía como labrada en plata sin mácula, y el rayo de sol la doraba con chispas de oro. Pero el escudo me pareció extraño, pues era largo y ahusado; y su campo era azul y el emblema grabado en el centro era el ala blanca de un cisne. Entonces hablé, y sentí que mi voz resonó como un desafío en la techumbre: —Por esta señal tomaré estas armas para mí y sobre mí cargaré el destino que deparen. —Y levanté el escudo y lo encontré más liviano y fácil de manejar de lo que había supuesto; porque parecía que estaba hecho de madera, pero con suma habilidad había sido cubierto de láminas de metal, fuertes y sin embargo delgadas como hojuelas, por lo que se había preservado a pesar del desgaste y el tiempo.

Me puse la cota y me cubrí la cabeza con el yelmo y me ceñí la espada; negros eran la vaina y el Cinturón con hebilla de plata. Así armado salí del recinto y me mantuve erguido en las altas terrazas de Taras a la luz roja del sol.

Al tomar las armas sentí que un cambio había ocurrido mí y además sentí que mi corazón creció dentro de mi pecho. Cuando salí por las puertas los cisnes que estaban ubicados en la entrada se dispusieron como si me estuvieran rindiendo homenaje, y extrañamente casa uno se arrancó una pluma del ala y me la ofrecieron tendiendo los largos cuellos sobre la piedra ante mis pies; yo tomé las siete plumas y las puse en la cresta del yelmo, y en seguida los cisnes levantaron vuelo y se alejaron hacia el norte a la luz del sol poniente, y no los vi mas.